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¿La verdad incomoda?

¿Quién tiene razón, el chancho o el que le da de comer? Porque siempre un culpable. Busquemos la verdad, después sabremos quien miente. Corren malos tiempos para el periodismo de investigación. Los intereses entrecruzados atentan contra la posibilidad de desarrollar un trabajo de investigación con todos los elementos que ello implica. La independencia periodística está tan cuestionada (merecidamente, por otra parte) que cuesta entender de qué se trata, cuando se trata de algo. Hace algunos días, la organización no gubernamental Asociación por los Derechos Civiles (ADC), sumamente activa en materia de transparencia de los poderes del Estado, organizó una serie de desayunos con periodistas especializados en distintas áreas para explorar sus inquietudes y necesidades. Sistemáticamente, los directivos de la ADC preguntaron a los periodistas si los medios para los que trabajaban estaban dispuestos a invertir tiempo y dinero en capacitar a sus profesionales para que adquieran una especialización que les permitiera informar mejor. Recibieron como respuesta unánime un estruendoso “no”. Cuando desglosaron la respuesta, los periodistas explicaron que personalmente ellos sí tenían vocación e intención de adquirir más y mejores conocimientos de los temas sobre los que deben informar.
Pero la formación es antes individual que producto de una política de comunicación de sus empleadores. Dicho de otra manera: suponer que en la Argentina (la lista queda abierta) podría haber hoy dos periodistas que durante un año estuvieran investigando un tema sin escribir para su diario, ni siquiera una línea sobre otro tema que no fuera justamente ese en el que trabajaban, es sencillamente imposible. Tanto, que ni siquiera alcanza el rango de utopía. Pues bien: eso fue lo que ocurrió con Bob Woodward y Carl Bernstein con el Watergate, una investigación periodística que derribó al gobierno más poderoso del planeta.
Vaya paradoja: el periodismo de investigación es un género poco menos que extinguido, en un mundo globalizado que pone al servicio de quien desee investigar una descomunal cantidad de elementos técnicos. Lo que antes demoraba semanas de recorrer archivos, revisar sobre mugrientos tomados de anaqueles llenos de tierra: copiar, fotocopiar, desplazarse de un lugar a otro de una ciudad o de un país en busca de un dato o la confirmación de uno ya obtenido, hoy insume apenas unos cuantos segundos. Cualquier buscador de internet pone al alcance de un periodista que desee investigar buena parte de eso que necesita para armar su nota. Lo que no ha variado es lo que resta para un buen artículo: una historia que contar, un personaje sobre quién gire esa historia, vocación para narrar un hecho, y coraje para sobreponerse a todos los que no quieren que eso trascienda.
Allí se complica la cosa. Porque los intereses vuelven a entrecruzarse, y entonces ya no son simplemente los periodistas los que van detrás de la investigación. Los medios para los que trabajan marcan la agenda, deciden sobre qué se habla y sobre qué no. Como empresas comerciales responden a una ecuación matemática antes que comunicacional. Entonces seleccionan los temas de los que se habla con un ojo puesto en el interés político y el otro en las consecuencias económicas que ese interés trae aparejado.
En los medios de comunicación hay censura, lo hemos dicho en estas páginas muchas veces. Los propios dueños de medios tienen mucho que ver en eso. Claro está que en esa denostada tarea no están solos. Queda claro que si pudieran, los gobernantes –de cualquier país, los dictadores y los demócratas- preferirían transitar por el pedacito de libro de historia que les está reservado, sin nadie que molestara sus gestiones. Cada cual a su modo trata –y generalmente lo consigue- de anular la crítica periodística, en primer término, y la información negativa, inmediatamente después. Sucede que aún cuando la silencien, la opinión adversa sigue existiendo. Y si hay algo que los que mandan no quieren que se sepa, es porque hay algo turbio que los descalifica como gobernantes. En consecuencia, la relación de fuerzas se invierte. Y cuando el torturado deja de sentir dolor ante la tortura, el torturador está perdido; porque aquello para lo que fue encomendado ya no surte efecto. Cuando un gobernante quiere que una noticia no trascienda, lo mejor que podría hacer es prevenirse “antes” del hecho. Porque una vez que claudicó, una vez que se corrompió, una vez que malvendió sus sueños por un plato de lentejas, su figura queda como la del torturador a quien su víctima ya no le responde con dolor. Se convierte en un ser vulnerable, despreciable y, sobre todo, débil.
En la Argentina de hoy (la lista sigue abierta) hay periodistas que quieren seguir contando la verdad. Hay, también, otros que prefieren ocuparse acotadamente de sus miserables vidas terrenales y se ofrecen poco menos que en avisos clasificados, aunque si uno los observa bien tiene una latita de “se vende” en el techo, como si fueran un coche usado. Los medios de comunicación bailan la música de sus intereses, que ciertamente no son los del público que los consume, dicho esto en el sentido más maléfico del término. Defender al periodista que quiere investigar y contar una historia no es un deber de la sociedad. Es una necesidad.
Los periodistas muchas veces somos una maldición. Pero pobre del país, de una nación que no tenga periodistas que todavía, quieran jugarse el pellejo por una noticia.
Triste gobernante será el que aspire a ese país sin periodistas. Porque ese país, sin esos periodistas que todavía creen en la verdad, dejará de existir.
El respeto por los demás es la base de la democracia, que si es mala o esta enferma solo se cura con más democracia, como la verdad, que sólo con más verdades está segura y no es mala sólo porque a alguien no le guste; es un espejo que hay que saber mirar y sobretodo defender.

Ruben S. Rodríguez

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