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Impunidad, justicia, verdad: palabras que cambian la realidad

El empresario oficialmente declarado muerto en 1998 Alfredo Yabrán, un icono argentino de los 90, dijo alguna vez, en uno de esos reportajes a medios de comunicación que tan poco le gustaban: “el poder es impunidad”. Yabrán sabía de qué hablaba. Para quien supone que la impunidad es un valor en sí mismo pues necesita ese amparo para desarrollar su actividad, el poder y la impunidad son dos caras de una misma moneda.
La cara opuesta de esa misma moneda es la verdad. Y para la verdad hay un camino simple, sencillo e indestructible: oponer al poder de la impunidad el poder de la palabra y la información.
Una vieja fábula infantil cuenta la historia de un grupo de ranas que paseaba por un bosque cuando sorpresivamente dos de ellas cayeron en un hoyo profundo, del que parecía imposible salir. Sus compañeras les aconsejaron una muerte apacible, sin desesperación ni intentos vanos de una supervivencia que no conseguirían.
Una de las ranas escuchó el consejo. Internalizó la palabra, la adoptó como propia, se acostó sobre el fondo del pozo y allí se dejó morir. Pero su compañera no cejó en el intento de salir de hoyo; saltó una y mil veces buscando la superficie, mientras sus compañeras, asomadas al agujero, le gritaban que dejara de sufrir y se resignara a su suerte. Tan testaruda parecía la rana que seguía saltando, que sus colegas redoblaron los gritos y las señas, hasta que atónitas vieron como consiguió salir a la superficie.
Felices por la supervivencia pero ciertamente frustradas porque su profecía no se había cumplido, las compañeras preguntaron a la insistente saltarina cómo lo había conseguido. Entonces entendieron que la rana era sorda, y los gritos de desaliento para que cejara en su intento de supervivencia le parecieron una exhortación a no bajar los brazos. La misma palabra fue muerte para una y vida para otra. El poder de esa misma palabra en un caso fue impunidad y en el otro justicia. Concebida desde el principio de los tiempos como la herramienta de civilización por definición, la palabra es el instrumento que aún hoy (acaso haya que decir “hoy más que nunca”) tiene en sus entrañas la llave poderosa de la vida y la muerte. Con ella es posible insuflar una mentira pero también disparar una verdad; engañar, pero también esclarecer; confundir, pero también ilustrar. La palabra es democrática. También es rebelde cuando le cercenan los alcances de esa democracia. Y finalmente es implacable. Por donde ella pasa ya nada vuelve a ser lo que era. Modifica lo que toca por el solo hecho de tocarlo.
La pregunta que se impone es ¿cómo lo modifica? Más aún: ¿en nombre de quién lo modifica? La palabra es sombra cuando se tiñe de mesianismo, vergüenza cuando se disfraza de una verdad que no es, pero espada justiciera cuando anida en el puño y el corazón del hombre justo. La palabra, en definitiva, es lo que cada uno de nosotros hace con ella. Tanto los los integrantes de una sociedad, consumidores de la palabra, y los medios de comunicación, que tienen allí su mercado casi exclusivo de existencia, le asignan un valor determinado. Y la convierte en poder o en impunidad. Resaltar la que ilumina y aislar la que destruye parece una buena opción para preservar su valor. En la vida cotidiana, claro que sí; pero también y fundamentalmente, en los medios de comunicación. Lejos de inventos, argucias y construcciones de impunidad antes que de poder. Ese poder que intenta dominar negando la información porque sin información no hay palabras, sin palabras hay ignorancia y la ignorancia mata, en todas sus direcciones.

Ruben S. Rodríguez

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