--R&TA | EDITORIAL
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Sin excusas ni reproches

A lo largo de la historia reciente de la Argentina nada ha resultado más fácil que atribuir la responsabilidad por los males actuales a los gobernantes que precedieron. “La pesada herencia”, ese latiguillo al que apelaron sistemáticamente y a modo de excusa todos los mandatarios para ocultar su ineptitud para resolver los problemas básicos de la gente que les dio mandato.
Sólo Juan Domingo Perón y Carlos Menem se vieron impedidos de atribuirles a sus antecesores los problemas heredados en sus segundos mandatos. Claro, sus predecesores habían sido… ellos mismos.
Por primera vez en la historia argentina se produce un escenario donde un presidente no puede achacarle la culpa de las penurias cotidianas a quien le entregó el bastón y la banda presidencial. La alianza política que constituyen Néstor Kirchner y Cristina Fernández, más allá del matrimonio, no deja espacios para reproches pretéritos ni futuros.
Entonces, por primera vez en la historia reciente de la Argentina, no hay excusas. Ni tampoco razones para no hacer las cosas bien.
El matrimonio presidencial no la descubrió todavía, pero tal vez la mejor frase para definir lo que desde la intención proclaman podría ser “la continuidad del cambio”. Si es cierto que la Argentina empezó a cambiar para mejor en 2003, en esta nueva etapa de “continuidad del cambio” la naturaleza de las cosas impone que “todo tiene que ser mejor”.
Esta ecuación resulta aplicable a cualquier faceta que deba atravesar la vida nacional. Pero en lo que específicamente interesa a RTA, las condiciones ya están establecidas, el aparato ya esta ajustado y tras cuatro años de la primera etapa de ese pretendido cambio hacia un país en serio, todo debería estar dado para que ahora puedan concretar todo lo prometido.
Desde el punto de vista de la comunicación, de los medios, del aire, lo que resta por hacer es sencillo pero arduo al mismo tiempo.
En este metier, la actual conducción del comfer podrá darse por satisfecho y retirarse con el deber cumplido, si consiguiera que todos los argentinos tuvieran la posibilidad de ver más de un canal de televisión.
Dicho desde una gran Capital, la premisa parece una tontería. Desde esa concepción heliocéntrica porteña cuesta recordar que en Las Salinas no hay Internet, que en El Ombú no hay conector rj42 (el de la red) y que los glaciares no van a 220voltios. Y allí, también, hay argentinos.
Se abre un enorme interrogante. Máxime cuando se proyectan trenes ultrarrápidos a Rosario, Córdoba y Mar del Plata, y llegar desde Constitución a Berazategui es una experiencia adrenalínica que nada tiene que envidiarle a “Misión Robinson”.
Tomando el país como un todo, cada región con sus necesidades y particularidades, la tarea básica es conceder licencias, llamar a concursos para que todos tengan la posibilidad de diversificar su acceso a los medios de comunicación, que las radios puedan cubrir todo el territorio y no sólo los centros de las ciudades.
Seguramente no será redituable llegar con una oferta ambiciosa de radio y televisión en un pueblo de 200 habitantes. Pero las cuestiones económicas no tienen derecho a marginar de la vida a 200 ciudadanos. Los derechos de las personas no se miden en la bolsa de comercio ni en las pizarras de los bancos. Ver un partido de la libertadores también es un derecho, a lo mejor no el clásico, pero algo, una migaja de la TV capitalina, si.
En este contexto, la tecnología nos atropella en su avance. Ignorar esta situación implica el riesgo mayúsculo de quedarnos muy pronto sin siquiera la posibilidad de engancharnos al vagón de cola en la evolución de las comunicaciones.
En un suspiro estará aquí la TV digital. Más allá de las decisiones técnicas, habrá que definir para qué servirá este nuevo “chiche” tecnológico, para qué lo queremos, qué vamos a hacer con él, a quien le sirve, nos educa o nos distrae.
Si en esa discusión y en todas las demás se desprecia la existencia de esos 200 habitantes, se habrá empezado a construir una “pesada herencia” a futuro.
En lugar de un “bien ganancial”, será un “mal ganancial” que el matrimonio presidencial legará para sus sucesores, sean otros o ellos mismos.

Ruben S. Rodríguez

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