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Mejor hablar de ciertas cosas

Los comunes denominadores son fundamentales para el desarrollo de la democracia. Si bien es cierto que la mayoría de las gestas de la historia se midieron con otros parámetros, en contexto en los que se imponía el más fuerte o el más hábil y necesariamente había vencedores y vencidos, esa ecuación debería quedar superada para que la evolución sea, precisamente, eso.
En una guerra, en una dictadura, en una pelea callejera ya desatada, la relación de fuerzas es la herramienta que define. El que tiene los medios más poderosos para imponerse termina inclinando la balanza hacia su lado y consigue el poder, para luego ejercerlo de acuerdo a un plan preestablecido y más o menos acordado con quienes contribuyeron a ese resultado.
Pero ese escenario deja por fuera la posibilidad de que el que gane no sea el mejor. Insinúa la dicotomía, casi la adversidad entre la fuerza y la razón. Y termina por fijar un reparto desigual entre los derechos y las obligaciones, de modo tal que aún ganando, todos terminan por perder.
En democracia las cosas deberían ser bien distintas. La enseñanza que acaba de dejar la forma en que se resolvió provisionalmente el conflicto entre el gobierno y el campo debería hacerse carne en cada uno de nosotros. Porque las posturas encontradas y enfrentadas en ese conflicto no eran, por cierto, las de dos enemigos, que tienen como objetivo final la destrucción del otro y la imposición de la propia voluntad.
El superobjetivo de ambos era común, casi idéntico. Entonces ¿por qué se alcanzó tal nivel de confrontación? Pues precisamente porque faltaron los “comunes denominadores”, esos que, en democracia, indican que el otro siempre puede tener parte de la razón, pero uno nunca tiene toda la razón.
Desde distintos sectores del poder se anuncia como inminente un avance decisivo hacia la nueva ley de Radiodifusión. Incluso la presidente Cristina Fernández de Kirchner habló de ella como una realidad al alcance de la mano, pese a que falta todavía para que el proyecto en debate ingrese en la recta final hacia las manos levantadas, del congreso, para la aprobación.
Aunque menos mediática y más sorda, también hay en torno a esa ley un tironeo importante. Y, como en todos los grandes conflictos de la historia de la humanidad, lo que subyace como telón de fondo tiene que ver con una cuestión económica. De dineros, para decirlo claramente.
Cuando el dinero de un gobierno depende de los banqueros, son éstos últimos y no los líderes del gobierno quienes tienen el control. La mano que da está por encima de la mano que recibe. Y esta es una verdad tan antigua y comprobada como que el dinero no tiene patria y el principal objetivo de los financistas es la ganancia.
A partir de esas premisas, queda claro que si en la nueva ley de Radiodifusión se apela a la lógica de vencedores y vencidos, la normativa tendrá una llegada tan corta que, en definitiva, amenazará con generar perjuicios antes que beneficios para la sociedad.
En la nueva ley deben estar incluidos todos los actores. Sólo con esa participación, basada sobre “comunes denominadores”, la ley será pareja. Y si la ley es pareja, no es dura. Parte de un consenso al que todos están dispuestos a someterse, y sabido es que nadie se somete voluntariamente a aquello por lo que no puede responder.
Lo contrario equivaldría a plantear una contienda entre elefantes y hormigas. El poderío de uno impondría su criterio sin siquiera pensar que las otras pudieran tener razones de peso para poner sobre la mesa. Si se planteara la ley de Radiodifusión en esos términos, por muchas que fueran las hormigas no podrían vencer al elefante. Otra vez la ecuación despareja dejaría desnudos a los principales protagonistas de la historia: el ciudadano común.
Ese, al que es necesario que el Estado (es decir la comunidad jurídicamente organizada, la representación de todos) le garantice, a través de la libertad, el derecho a la información. Se trata de un círculo virtuoso, porque la libertad abre las puertas a la información, y cuanto mayor sea la información menores serán las amenazas para la libertad.
Si, además, en la actividad privada, el Estado a través de la ley garantiza la multiplicidad de medios favoreciendo la independencia económica de cada uno de ellos para su subsistencia y crecimiento, habrá entonces una buena ley.
Antonio Ambrosini, coordinador académico de Entretenimiento y Medios de la Universidad de Palermo, sostuvo recientemente “en la Argentina el negocio de la televisión y radio ha sido deficitario, la TV no ha sido redituable históricamente en nuestro país. Respecto a las radios, contamos con 5.000 frecuencias no autorizadas o precarias y 300 legales, de las que menos del 10% genera ganancias”.
Parece un buen cuadro diagnóstico. Tal vez parcializado, porque el 90% no se desprende de su radio, pero certero en cuanto a qué es necesario poner sobre la mesa de discusión como una de las herramientas sin la cual no es posible alcanzar ninguna de las otras.
Propiedad de los medios, contenidos, financiamiento y reglas claras y parejas son las premisas esenciales de la nueva normativa que parece cercana al parto. Con ellas habrá ley para todos; sin ellas, apenas será una desgastada remake de la 22.285.

 

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