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La televisión refleja la derrota de nuestro sistema educativo

La sentencia no pretende ser apocalíptica, aunque su enunciación (y su primera lectura) así parezcan indicarlo: la opinión pública ha muerto.
No se trata de un concepto efectista sino de una realidad palpable fácilmente para quien quiera descorrer el velo de sus ojos y se detenga unos minutos a observar a su alrededor, qué es lo que está ocurriendo en los medios de comunicación, especialmente en la televisión.
El concepto de “televisión basura” (que no es vernáculo, pues los europeos hablan de él desde hace décadas) ha pasado prácticamente a un segundo plano. Para que exista la “televisión basura”, por lo menos en un concepto masivo de la televisión, es imprescindible que exista un punto de referencia, una comparación que, por oposición, muestre que se le opone una televisión de calidad; con contenidos que procuren el crecimiento cultural, social, colectivo, de sus consumidores.
Esa contracara -insistimos, en lo que a masividad se refiere- hoy no existe. Hasta las noticias se han frivolizado y el tratamiento es cada vez menos riguroso y más amarillento. Nadie chequea nada, apenas un puñado de profesionales verifica las informaciones que obtienen antes de difundirlas y lo que se insinúa como “la noticia del día” no es más que una deformación de lo que verdaderamente ocurre en la realidad.
La tónica general de los programas de televisión apunta a tres pilares esenciales: uno de ellos es el escándalo por el escándalo mismo, sin sustancia real y, por lo tanto, se trata de un escándalo efímero, acotado a figuritas de dudosa reputación pero voluptuosas curvas berreando sus cuestiones de alcoba.
El otro es la exhibición de los cuerpos asociada a la procacidad. Pocas cosas existen de tanta perfección física como un cuerpo desnudo. El David y la Maja Desnuda, por poner sólo dos ejemplos, destilan arte, sensualidad y buen gusto por doquier. Pero ciertamente no es eso lo que ofrecen hoy los medios audiovisuales. Las colas y los pechos, las vaginas mal disimuladas sobre diminutos triángulos llamados, sin ningún eufemismo y menos aún delicadeza “concheros” son una muestra cabal de la chabacanería obscena que se ha apoderado del lenguaje televisivo.
La tercera faceta saliente es la que apunta a la parte baja del público, los bajos instintos. Allí, donde geográficamente están ubicados el sexo y el bolsillo, muy cerca uno del otro aunque, según parece desprenderse de la realidad, no lo suficiente como para dejar que la asociación fluya sola. Por eso se la exacerba a cada momento, porque en tren de consumir, todo lo que se consume, está de una u otra manera, asociada al sexo como un objetivo en sí mismo.
¿Cómo reacciona la sociedad ante ese bombardeo mediático? La respuesta lastima; no reacciona. Desde estas páginas hemos venido advirtiendo reiteradamente y desde hace muchos años que existe una política de adormecimiento aplicada sistemáticamente sobre el gran público, en tanto consumidor, para que no sólo acepte sino que se sume y reclame este tipo de programación. Desde hace mucho tiempo se viene desvirtuando una ya de por sí discutible premisa que indica que “al público hay que darle lo que pide”.
R&TA no cree que sea así. Pero ni siquiera hay espacio para ese debate, porque la secuencia es más amplia y comienza antes: al público se le ha hecho creer que le interesan determinadas facetas de la televisión y una vez que esa prédica se hizo carne (el término está utilizado con decidida intencionalidad), los generadores de contenido invierten los roles y respondiendo a una lógica de mercado endiosan aquel concepto de “darle al público lo que pide”. (PAN Y CIRCO)
Ocultan, claro está, que ese “reclamo” es producto de haber matado a la opinión pública. Sólo la superficialidad de los desamores de la Tota Santillán y Fernanda Vives, con su carga de insignificancia, puede servir de polea de transmisión para que otros episodios realmente vergonzantes sean tratados con igual superficialidad. Sólo así, el tratamiento de la información sobre la sorda guerra de narcotraficantes internacionales que toman por escenario la Argentina puede describirse en la televisión con el mismo lenguaje que el reparto de bienes de una pareja bailantera desavenida y las conquistas individuales de ambos.
Cierto es que en todo el país se siguen generando productos de calidad. Pero también es cierto que cada vez tienen menos espacio. Si hasta los programas de la televisión por cable, incluso algunas de sus señales, antes reservadas a programación local y ciertamente alternativa, hoy se han convertido en meras cajas de resonancia de su hermana mayor, la TV abierta.
Todo este escenario, en el que “la gente” opina lo que los medios masivos le inoculan para que opine, se produce en un contexto en el que se está discutiendo una nueva ley de Radiodifusión.
Los últimos editoriales de esta publicación fueron mutando de un moderado optimismo, a un tono de advertencia que ahora raya en el desencanto y la antesala de una nueva frustración.
El aire, que es de todos, ya no nos pertenece. Es el peor escenario en el que discutir sobre el futuro de la radiodifusión. Es el peor escenario en el cual intentar el debate sobre un modelo de país que nos abarque y nos contenga a todos. Es el peor escenario, y es el nuestro. Nadie es inocente y para el resultado que parece insinuarse, la acción y la omisión son las dos caras de una misma moneda, y tan responsables la una cuanto la otra.

 

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