El tren de la historia

 

La desregulación telefónica que acaba de poner en marcha el gobierno nacional se insinúa como el –acaso- único paso estratégico serio de las últimas décadas para que Argentina se convierta en un país que no pierda el tren de la historia. La pregunta surge, inevitable, a poco de formularla: quién está en condiciones de acceder a la “maravilla” telecomunicacional que ofrece la desregulación? La respuesta, que en principio parecerá osada y hasta irrespetuosa, se resume en una palabra: “todos”. Un informe reciente de la Organización de las Naciones Unidas que tuvo escasa trascendencia en los medios de comunicación argentinos, sostiene que 50 millones de africanos nacerán, vivirán y morirán sin realizar jamás una llamada telefónica. Traspolando el ejemplo, pueden acceder a la “maravilla” telefónica los niños que a duras penas tienen un mendrugo de pan para comer día tras día, si y solo si la limpieza de un parabrisas en un semáforo les reporta un puñadito de monedas? El análisis es mucho más complejo. Casi tan antiguo como la fábula del huevo y la gallina. Cientos de miles de niños en la Argentina nacen sin perspectivas de futuro. Porque la Argentina, tal y como está (y estuvo) concebida, no ofrece futuro. Y el futuro, habrá que entenderlo de una buena vez y por todas, es hoy. La actualidad exige comunicación, información, desarrollo, progreso, comunidad, globalización, interconexión, conocimiento, ductilidad, habilidad y, sobre todo, aptitud para sobrevivir. El modelo parece darwiniano: sólo sobrevivirá el más apto. Y es allí donde la “maravilla” de las comunicaciones está llamada a acortar distancias. Hasta ahora, una de las explicaciones de la marginalidad a que está sometida una enorme franja de la población argentina se explicaba en la segregación, en la falta de acceso a la capacitación, a la cultura, a la formación física, humana e intelectual. Un bebé sin leche es un adulto sin neuronas. Si un bebé no toma leche en un país con millones de vacas ociosas, es porque vender leche es un negocio puesto al servicio de quien pueda pagarlo. Las leyes de mercado son implacables en ese sentido. Las comunicaciones son y seguirán siendo un negocio. Pero a partir de la desregulación, de la feroz competencia que se insinúa y de la necesidad de contar con la mayor cantidad de consumidores de ella, dejará de estar a disposición de quien pueda pagarla para pasar a estar a disposición de quien la necesite. La infraestructura, las inversiones, las horas-hombre de trabajo previo, todo el montaje escénico para crear la necesidad de las comunicaciones ya está hecho o en vías de concretarse. Y una vez que el producto está terminado, para quien lo ofrece, desde el punto de vista económico, da lo mismo que lo reciba uno o lo reciban cientos. Más aún, si son cientos –y no uno- el que lo recibe, sus posibilidades de expansión en otros rubros (estos sí deberemos definirlos estrictamente como “negocios) será mucho mayor. Por primera vez en décadas, la Argentina ofrece como posibilidad un producto masivo, seductor y al alcance, en mayor o menor medida, de todos. La Coca Cola es una bebida popular, que la beben tanto los acaudalados como los carenciados, precisamente porque hay una suerte de necesidad y de gusto por ella. Con las telecomunicaciones pasarán (al menos, eso es lo que debería pasar) lo mismo. La desregulación ofrecerá, al final del camino –no demasiado lejano, por cierto- un producto masivo, de bajo costo, y al alcance de todos, porque en muchos casos será gratuito. De hecho, ya hay servicios de internet que no cuestan ni un centavo, y llamadas telefónicas a cualquier lugar del mundo por apenas un puñado de monedas. Uno de los grandes males de la Argentina desde mitad de siglo hacia aquí fue, precisamente, la falta de visión estratégica y futurista de país. Los argentinos vivimos siempre atados a la coyuntura, preocupados por resolver el problema del aquí y ahora, sin tener en cuenta que la solución no estaba aquí y ahora, sino en el futuro, en el “tren de la historia”. Vimos pasar el capitalismo thatcheriano como clientes y no como oferentes. Entendimos el “estado de bienestar” de Estados Unidos y Europa como colonialismo y no como modelo. Entendimos las crisis como un lastre y no como una oportunidad. Mientras el mundo desarrollado pensaba cómo mirar hacia el futuro, nosotros nos enterramos en revolver las lacras del pasado. El tren de la historia pasó de largo y ni siquiera nos dimos cuenta. La globalización –que se enseñoreó en las comunicaciones mucho antes que en la economía- está golpeando las puertas de la Argentina, un país virginal en el que, como a principios de siglo aunque con otras prioridades, todo está por hacerse. La nueva estación para subirse a ese tren pasa hoy por las comunicaciones. Si nos quedamos en el andén discutiendo si hay que subir o no, el tren volverá a partir sin nosotros. Si nos subimos, si abrazamos esa causa con la seriedad que el momento histórico impone, dentro de una generación estaremos hablando en otros términos. Seguramente no discutiremos pobreza, marginalidad y desempleo, sino cómo superar nuestros propios logros. Cuando Domingo Faustino Sarmiento creó la escuela pública, en la Argentina también había extrema pobreza. Sarmiento vio más allá y la Argentina, un siglo después, estuvo entre las primeras diez potencias del mundo. La historia, que es cíclica, parece ahora repetirse. Los niños sin leche que hoy nos duelen, sólo serán un mal recuerdo si pensamos un país a futuro. Hay una puerta abierta y una invitación formulada. Hoy es el momento más importante en la construcción de un nuevo país.