Editorial

Esta vez, todos somos discapacitados

Los argentinos tenemos una vocación especial para ser “todos” una misma cosa en determinadas circunstancias. Por lo general, se trata de causas nobles, reclamos justos, cruzadas altruistas. Parece que se nos hiciera cargo, viajando desde la clásica literatura española, aquello de “todos a una, Fuenteovejuna”: todos fuimos Cabezas, María Soledad, Aerolíneas Argentinas... Hoy es tiempo de ser, otra vez, todos uno. Hoy, todos debemos ser discapacitados. Obviando la tentación de caer en metáforas pretendidamente humorísticas que finalmente resulten soeces o groseras, nos apresuraremos a aclarar que se trata de una máxima que encierra, en sí misma, su contenido intrínseco. De alguna manera, todos sufrimos alguna discapacidad, entendida por tal la imposibilidad física, mental o material para hacer de la mejor manera determinada cosa. Se trata, por cierto, de un concepto erróneo. En todo caso, mirando el vaso medio lleno, en lugar de hacerlo con el medio vacío, deberíamos hablar de capacidades diferenciadas, diferentes. Aptitudes de otra naturaleza que nos permiten realizar determinadas acciones, mas no determinadas otras. Una muy buena campaña publicitaria que se difunde actualmente en la televisión demuestra que los “capacitados” solemos cometer tropelías aberrantes en contra de los “discapacitados”. De hecho, los gobernantes, cuyas capacidades están hoy más que nunca en entredicho, mal y poco se han ocupado de superar o desterrar las barreras arquitectónicas para los ciegos, los paralíticos, los sordos. Hoy todos somos discapacitados. No se trata ya de una enfermedad, una amputación de un miembro, una deficiencia física. Estamos hablando de limitaciones que convierten en discapacitado al hombre que tiene dos brazos fuertes y dos piernas sólidas, y no puede trabajar. De las que transforman en pobre al hombre que trabajó toda su vida y se suicida en su vejez indigna porque no puede contar con los ahorros, con el dinero que había previsto para cuando el corazón comenzara a latir más lento y las piernas se negaran a responder las órdenes de un cerebro debilitado por el paso de los años. Está avanzada en el parlamento argentino una iniciativa que, al menos parcialmente, apunta a superar algunas de esas barreras injustas que levantaron la opulencia y la estupidez de los “capacitados”. Legisladores analizan instaurar, en forma obligatoria, el telepronter, un sistema de subtitulado para todas las emisiones, o en su defecto, un traductor gestual que le permita al hipoacúsico comprender de qué está hablando un periodista en un noticiero. Alguna iniciativa de ese tipo tuvo Alfredo Casero cuando, de los suburbios del Parakultural saltó a la pantalla grande con creaciones como Cha-Cha-Cha, o la señal de cable Volver, que solía subtitular las películas en castellano. Pero fueron intentos que no tuvieron eco, ni generaron la adhesión que merecían. Ahora, que el rol de los medios está en debate, que pese al letargo en algún momento deberá volver a hablarse de la nueva ley de radiodifusión, es tiempo de reflotar el tema. Los medios de comunicación deben contemplar las necesidades de quienes tienen sus capacidades perceptivas limitadas por una patología natural o simplemente porque el paso del tiempo ha reducido la visión y la audición. Incluirlos a la hora de pensar en una televisión nueva es un imperativo ético. No hacerlo demostrará, una vez más, que TODOS somos discapacitados.

Ruben S. Rodriguez