Editorial :: edición N° 81 :: mayo de 2003

Cría cuervos y te comerán los ojos

Un derecho, es una verdad de perogrullo que nadie puede alegar desconocimiento de las leyes ni su propia torpeza para exculparse por la comisión de un delito. En resumidas cuentas, esa máxima no escrita excluye la posibilidad de decir inocentemente “no sabía” para zafar de una condena. Y es lógico que sea así, porque en caso contrario sería muy fácil alegar que uno “desconocía que robar estuviera penado por la ley” para permanecer en libertad. En los ambientes judiciales es en uno de los pocos lugares donde esa cuestión de mero sentido común está tácitamente aceptada por todos los que componen ese complejo mundillo. En el resto de los avatares de la vida institucional de los ciudadanos, aunque todos saben que es así, en su fuero íntimo, tratan de disimularlo a la espera de obtener alguna ventaja o, al menos, conseguir alguna excusa más o menos creíble para ponerse en víctima. Carlos Saúl Menem es abogado. Conoce (debería conocer, al menos) de derecho, y atento a que gobernó durante diez años y medio a la Argentina, también debería tener cabal conocimiento de cómo son y qué hacen los grupos de poder en el país. Sin embargo, en su acto de “renunciamiento” histórico, aludió sin sonrojarse a cierto rol de los medios de comunicación que, según entendió, perjudicaron su aspiración de llegar por tercera vez a la presidencia de la Nación. No le falta razón a Menem. Desde estos mismos editoriales, R&TA denunció reiteradamente las intencionalidades, muchas veces indisimuladas, de los medios de comunicación en procura de tal o cual beneficio, en ayuda de tal o cual interés. Independientemente de que la imagen de Menem ante la sociedad sea la verdadera causa por la cual hoy no es nuevamente presidente, es cierto que los medios de comunicación, los masivos, no lo ayudaron. Lo que resulta intolerable es que, por segunda vez, se queje de eso. Los medios masivos están concentrados en un puñado de empresarios que comprendieron, para penar de la sociedad en su conjunto, que diarios, canales de TV y radios no son sociedades filantrópicas sino simplemente “negocios”. No se trata de “lo que debe ser”, sino de “lo que es”. Y pese a que se desgañiten proclamando lo contrario los dueños y los representantes pagos de esos holdings, el dinero, el poder y los intereses fabrican la realidad, entendida por tal la tapa de los diarios, los titulares de los noticieros audiovisuales y la agenda de las noticias. Menem no desconoce (no puede desconocer) que esto es lamentablemente así. Y no puede desconocerlo porque fue precisamente él quien liberó (Art. 65 ley 23.696) un proceso de concentración, de esos mismos medios que hoy le son hostiles cuando fue presidente. ¿Acaso olvida Menem que durante sus años de gloria era “un presidente rubio, alto y de ojos celestes”, como le gustaba denominarlo uno de sus periodistas de cabecera? ¿Tal vez suponía Menem que entregarle casi graciosamente los canales de televisión y las principales radios a grupos empresariales le aseguraba la gratitud eterna de esos medios? Menem es un animal político y como tal, debió saber que los medios son por lo general oficialistas. Y ellos no cambian su postura. Los que cambian son los gobiernos y los liderazgos políticos. Ellos siempre buscarán un recoveco al calor del poder para acomodarse. Cuando el poder cambia, ellos siguen siendo oficialistas. Durante los dos años que duró el gobierno de la Alianza, y sobre todo cuando aún estaba vigente la esperanza de un buen gobierno pese a que la realidad demostraba que el abismo se acercaba a paso redoblado, los medios fueron consecuentes y amables con Fernando de la Rúa. De la misma manera que a mediados de los 80 lo fueron con Alfonsín. De la misma manera que lo fueron con el propio Menem. Pero cuando los fulgores de esos tres presidentes democráticos comenzaron a opacarse y otros liderazgos se insinuaron en el horizonte, las fidelidades se acabaron. Menem encabezó a principios de los 90 un proceso de cría de cuervos que, una década y cuarto después y como no podía ser de otra manera, terminó por comerle los ojos. ¿Hubiera podido evitarlo? Claro que sí. El, o cualquier otro presidente. ¿Cómo? Diversificando la propiedad de los medios de comunicación, sancionando una ley de radiodifusión seria y verdaderamente participativa, democratizando desde lo profundo al ejercicio periodístico. Ni él, ni ningún otro presidente, tuvo la capacidad de estadista para dar ese paso trascendente. Sucumbió a la tentación de apostar a fidelidades que sabía (debió saber) que no serían eternas. Nada le aseguraba, ni le asegurará a ningún presidente, que democratizar los medios de comunicación redundará en fidelidades permanentes. Y está bien que sea así porque el rol de los medios no es (no debería ser) la sumisión ante el poder. Los medios están para otra cosa: para informar, para formar, para entretener, para contribuir al crecimiento de la sociedad como tal, para fomentar valores solidarios que contribuyan a construir un lugar mejor para la nuestra y para las generaciones que vienen. Quien quiera hacer negocios, que invierta capital, ponga una fábrica y se dedique a fabricar autos, latas de conserva, productos informáticos, muebles, ladrillos... Los medios deberán informar, cada uno con su óptica, libre y democrática, con verdad y sinceridad, sobre esas actividades. Para ser radiodifusor hay que tener vocación y vender publicidad no opinión. Lo que debe quedar claro es que en esta nueva etapa que comienza a vivir la Argentina no se debe “fabricar opinión pública”. Nunca más

Ruben S. Rodriguez | Editor ruben@rt-a.com